Comentario
Entre el siglo VIII y mediados del XI, el Imperio atravesó sucesivamente una de sus peores crisis internas, marcada por la querella religiosa en torno al culto a las imágenes, y por un periodo de recuperación que llevaría a la gran época de la dinastía macedónica. El cambio de las circunstancias políticas es compatible con una gran estabilidad en las características de Bizancio como civilización, que en aquellos siglos logró también muchos de sus mejores frutos.
El mundo en torno al Imperio se modificó también a lo largo de aquel tiempo pero los ámbitos de la acción militar y diplomática de éste no: por una parte, los Balcanes, donde se consiguió la conquista religiosa y cultural de eslavos y búlgaros pero no tanto la política. Más allá, Italia, donde los griegos lograron mantener su presencia con diversa intensidad. Y, sobre todo, Oriente, donde la defensa de Asia Menor y el control de las islas del Mar Egeo era vital. Los emperadores de Constantinopla tuvieron que aceptar, además, la realidad del nuevo imperio occidental -carolingio y después otónida- aunque iba en contra de su pretensión de universalidad, y hacer frente al problema del choque, cada vez más intenso, entre las concepciones eclesiásticas de griegos y latinos, manifestadas en enfrentamientos y en la construcción de sendas áreas de influencia y misión: en la bizantina entraron gran parte de los Balcanes eslavos y búlgaros, y también la naciente Rusia de Kiev. Más allá, el imperio procuró mantener buenas relaciones con los pueblos dominadores de las estepas al Norte del Mar Negro: sucesivamente, jázaros, pechenegos en el siglo X, uzos y cumanos desde mediados del XI.
León III, iniciador de la dinastía Isaurica, había salvado Constantinopla del gran asedio del año 717 pero no pudo impedir la pérdida del exarcado de Ravena a manos de los lombardos, que provocó el definitivo alejamiento del papado y su alianza con los carolingios. Se esforzó en completar la organización de themas y mejorar la administración del imperio al publicar en el año 726 una nueva colección de leyes, la Eclogé, pero sus medidas políticas más trascendentes se refieren al ámbito religioso donde crecía un enfrentamiento radical -difícil de entender para una mente europea moderna- entre iconódulos, partidarios del culto a las imágenes, e iconoclastas, que querían suprimirlo. León III apoyó a estos últimos desde el año 725 y, desde el 730 ordenó destruir las imágenes, depuso a Germanos, patriarca de Constantinopla, por no secundar su actitud, pero, al mismo tiempo, él y sus sucesores completaron el control del patriarcado sobre todo el territorio imperial, lo que producía inevitablemente un alejamiento con respecto a la Iglesia latina, que siempre se opuso al radicalismo de los iconoclastas, secundada por otros grandes pensadores como Juan, obispo de Damasco.